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El oficio del Periodista

10.02.2015 16:37
 
El día que conocí a Alberto Rafael Salcedo Ramos tenía una cara de susto inmarcesible. Aquel iba a ser su primer trabajo, y se le notaba.
Llevaba un bigote cuidado para la ocasión y un pantalón blanco bien planchado que denotaba el esmero de las manos que lo alistaron.
De no ser por las suelas de los zapatos no nos habríamos dado cuenta del kilometraje que llevaba lidiando con el empleo esquivo.
Así que, por el morbo que nos producían esas afugias, que algún día fueron las nuestras, lo mandamos adonde van las almas recién llegadas a un periódico: la página de Sucesos.
En el altillo donde funcionaba la sección, lo vimos, al poco tiempo, apoltronado con los nombres de muertos anónimos y ladrones sin fortuna. Pronto sabríamos que estaba en el lugar más apreciado por los escritores en formación, porque podía captar el esplendor de la naturaleza humana, en toda su desnudez.
De ahí en adelante, todo pareció un trámite: su entrañable amistad con Jorge García Usta, que le presentó a Gay Talese y a Truman Capote en un bar de la calle Santo Domingo; las inolvidables tardes en los quioscos del muelle de Los Pegasos, donde Rojas Herazo sentenció que el patacón era la más noble expresión de la madera; las madrugadas de bohemia inocente que dedicábamos a despertar a los amigos por el solo placer de ver sus ojos lagañosos.
Nuestros destinos se siguieron cruzando. Unos, por la casualidad de la profesión; otros, porque los buscamos con vehemencia.
Pero el día que nos sentenció para siempre, ocurrió una mañana de junio del año 2002, en Bogotá. La víspera habíamos estado en el Hospital Militar, donde le practicarían una intervención quirúrgica a su mamá, para extirparle un pequeño tumor que tenía en el colédoco, que –entonces supe– es el conducto que lleva la bilis al intestino.
No era mayor el riesgo, como lo confirmó el parte médico después; pero en la madrugada del 16, María Bernarda recibió una llamada que tenía el tinte de la hora. La señora Ledia, dijeron al otro lado de la línea, sufrió un estrés quirúrgico, y murió.
Había que contarle a Alberto. Y María Bernarda no se atrevía a hacerlo sola. Me pidió, entonces, que la acompañara.
Apelaba a mí no solo por la amistad que nos juntaba sino por el oficio que compartíamos. ¿Quién mejor para dar una noticia que quien venía acostumbrado a ellas?
En el camino pensé varias formas de narrar lo sucedido y hasta ensayé algunas, pero, llegado el momento no fui capaz de articular un frase. Mucho menos un lead.
Lo quería tanto que me angustiaba transmitirle un dolor y verlo sufrir a mis expensas, aunque el silencio también fuera una carga insostenible.
Así que, después de un rato de vernos las caras y que apurara el último sorbo de su tinto de siempre, en la mecedora de siempre, estallé en el llanto que venía negándole a las entrañas.
Él, a todas luces mejor periodista que yo, se quedó en silencio, fincó la mirada en cualquier lado y remontó el barrilete de sus recuerdos. Segundos después, entretejió las manos y se desplomó en lágrimas.
Desde ese momento siento que hay noticias que se dan y otras que se lloran. Y que, cuando ello ocurre, hay que dejarle al alma esa parte. Feliz Día del Periodista a los que cuentan y mojan sus cuartillas.
amartinez@uninorte.edu.co
@AlbertoMtinezM
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Mi hermanazo Alberto Martínez me hace poner nostálgico hoy en El Heraldo. A los amigos uno les perdona hasta que le mamen gallo revelando el segundo nombre.

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