Los representantes del partido que dice ser heredero de los principios democráticos y pluralistas del liberalismo fueron precisamente los actores más activos en la destitución e inhabilitación del alcalde de Bogotá. ¿Casualidad o tradición de partido?
Por: Jorge Andrés Hernández
andriushernandez@hotmail.com
Abogado. Licenciado en Filosofía y Letras. Doctor en Ciencia Política de la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia (Alemania). Consultor jurídico. Consultor político. Escritor independiente.
El golpe de Ordóñez
En un artículo publicado anteriormente, expliqué las razones constitucionales y políticas que permiten caracterizar la destitución del alcalde mayor de Bogotá, Gustavo Petro, por parte del procurador general de la Nación, Alejandro Ordóñez, como un golpe de Estado.
Allí recordé la clásica definición de Herbert Spencer en la Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales sobre golpe de Estado: “un cambio de gobierno efectuado por los poseedores del poder estatal, en desafío a la legalidad constitucional”.
También desarrollé una tipología de golpes duros y golpes blandos: los primeros son sangrientos y a menudo ejecutados por militares, los segundos son incruentos y desarrollados por una coalición de abogados y políticos mediante argucias legales.
La cadena de anomalías jurídicas culmina con el Decreto 570 de 2014, que destituye al alcalde mayor de Bogotá, firmada por el ministro de Interior y no por el presidente de la República, como exige el Artículo 314 de la Constitución.
Por eso, los demócratas y defensores del orden constitucional pensaron que la destitución del alcalde mayor era un exabrupto jurídico, que el procurador se extralimitaba en sus funciones, pero que la justicia devolvería el asunto a los cauces de la juridicidad.
Y en efecto, el Juzgado Tercero Administrativo del Circuito de Bogotá (12 de febrero) había declarado la legalidad del decreto distrital que cambió la operación de las basuras en Bogotá y puso en evidencia la arbitrariedad de la Procuraduría.
Las acciones de tutela instauradas ante diversos organismos judiciales develaron, sin embargo, el grado de colonización que ha logrado Ordóñez en las altas cortes: el Consejo de Estado, por ejemplo, no aceptó los impedimentos de varios de sus magistrados, amigos íntimos del procurador o cuyos familiares cercanos son subalternos de Ordóñez.
Acciones inconstitucionales
El principio universal de la imparcialidad de los jueces, una institución básica del derecho liberal moderno, fue pulverizado en todo este proceso.
El presidente de la República, por primera vez en la historia, desatendió la solicitud de otorgar medidas cautelares que le hizo un organismo integrado al sistema normativo nacional: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El jefe del Estado ignoró así jurisprudencia reiterada de la Corte Constitucional y vulneró el Artículo 93 de la Constitución, que establece el bloque de constitucionalidad e integra los tratados internacionales de derechos humanos al orden jurídico nacional, al atribuirles incluso un rango superior: “Los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno…”.
La prisa y la improvisación jurídica de la Casa de Nariño confirmaron que los exabruptos no solo proceden de la Procuraduría. El viernes 21 de marzo el Tribunal Administrativo de Cundinamarca confirmó en un auto que el fallo del Consejo de Estado que negó las acciones de tutela en favor del alcalde mayor, aún no ha sido notificado y que desde el punto de vista estrictamente jurídico, es inexistente.
En consecuencia, hasta el momento de escribir estas líneas, la suspensión del fallo del procurador contra el alcalde mayor sigue vigente. No obstante, el procurador remitió carta al presidente de la República y solicitó la ejecución de la sanción, sin fundamento jurídico.
La cadena de anomalías jurídicas culmina con el Decreto 570 de 2014, que destituye al alcalde mayor de Bogotá, firmada por el ministro de Interior y no por el presidente de la República, como exige el Artículo 314 de la Constitución. Esta es una competencia exclusiva del presidente, indelegable, que ha sido vulnerada por el Decreto en cuestión.
El clímax de la vulneración del orden constitucional se concretó en el consejo de ministros programado para el lunes 24 de marzo, que plantea “estudiar medidas rápidas que puedan tomarse en favor de Bogotá”.
Con ello, el gobierno nacional convierte, de facto, a la Alcaldía Mayor de Bogotá en subalterna de la Presidencia de la República, en abierta violación de la autonomía de las entidades territoriales, garantizado en el Artículo 1 de la Constitución y en repetida jurisprudencia de la Corte Constitucional.
La torpe operación de golpe blando ha dejado como resultado el coqueteo descarado con numerosos artículos del Código Penal: prevaricato, fraude a resolución judicial, usurpación de funciones públicas, abuso de poder y extralimitación de funciones.
Sin embargo, es razonable pensar que ello no tendrá mayores consecuencias, por una razón esencial. De modo semejante a J. Edgar Hoover, el tristemente célebre director del FBI, el procurador parece haber recogido abundante información delicada sobre las más altas figuras jurídicas y políticas de la nación, quienes a menudo tienen rabo de paja.
Liberalismo antidemocrático
En los meses anteriores, comprendimos que el fallo del procurador, un abogado que declara fidelidad al derecho divino, pero no al derecho positivo de la nación colombiana, obedecía de manera lógica a su desprecio por la voluntad popular y por el constitucionalismo liberal.
Pero, una vez más, el liberalismo colombiano ejecuta un golpe contra las instituciones jurídicas y democráticas. El presidente Juan Manuel Santos, quien se declara liberal de toda la vida (como su familia) fue el instrumento necesario para que el católico tradicionalista, Alejandro Ordóñez, consumase el golpe.
Rafael Pardo, excandidato presidencial del Partido Liberal, se convirtió en el usurpador.
Aurelio Irragori, hijo de un cacique liberal, expidió el decreto manifiestamente inconstitucional.
María Angela Holguín, la canciller, liberal y cercana a Ernesto Samper, explicó en rueda de prensa los motivos para no aceptar las medidas cautelares y lo fundamentó con un argumento que se ha convertido en la burla de las redes sociales de constitucionalistas colombianos y en el símbolo de una nueva tradición antidemocrática: “los derechos políticos no son fundamentales”.
Simón Gaviria, director del Partido Liberal, apoyó la negación a las medidas cautelares de la CIDH con un argumento similar al que formulan los dictadores de todo el mundo para sustraerse al cumplimiento de los derechos humanos: “Colombia no podía permitir que se pusiera en riesgo la soberanía jurídica”.
Y el presidente del Concejo Distrital, el liberal Miguel Uribe Turbay (nieto de Turbay Ayala), señaló que la medida era “oportuna, legítima y legal”.
Pero no se trata de una novedad esa aparente paradoja de un Partido Liberal que ha abrazado históricamente el antiliberalismo y el autoritarismo.
El golpe de Estado de Rojas Pinilla en 1953, que el liberal Darío Echandía denominó un “golpe de opinión”, fue orquestado por el Partido Liberal y apoyado por el diario liberal El Tiempo.
El editorialista de ese diario -probablemente el expresidente Eduardo Santos- escribe el 1 de julio de 1953, dos semanas después del golpe: “El país (...) mira ese empeño nobilísimo del Presidente Teniente-General Rojas Pinilla con simpatía y lo aplaude con esperanza. Porque en esa transformación indispensable está el secreto del buen éxito de sus honestos y generosos prospectos de servicio nacional de la paz dentro del derecho y de la libertad dentro del orden”.
El mismo día escribe “Calibán”, seudónimo del columnista Enrique Santos Montejo, abuelo del presidente Juan Manuel Santos, en su habitual columna “Danza de las horas”: “Restaurar el orden moral es la obligación imperativa del régimen, en buena hora presidido por un hombre puro como el general Rojas Pinilla”.
Uno de los próceres del liberalismo colombiano, Alberto Lleras Camargo, suscribió con Laureano Gómez el Pacto de Sitges, uno de los documentos capitales del pensamiento antidemocrático colombiano -fundacional del Frente Nacional-, en el que dicen representar “la unanimidad moral del pueblo colombiano”.
Además, otro de los próceres del liberalismo colombiano, Carlos Lleras Restrepo, fue el arquitecto del fraude electoral del 19 de abril de 1970, que utilizó las armas jurídicas del Estado de sitio para ocultar el triunfo de Rojas Pinilla y conceder la Presidencia a Misael Pastrana Borrero.
Esta tradición es justamente lo opuesto al pluralismo político (la antítesis de la unanimidad), el cual, como bien ha fundamentado el filósofo político liberal John Rawls, es la base esencial de la democracia liberal.
No es una paradoja, entonces, que los gobiernos más antiliberales de la historia contemporánea hayan sido obra de presidentes formados en el liberalismo colombiano: Julio César Turbay Ayala, quien gobernó bajo estado de sitio permanente, como es usual en las dictaduras de todo tipo, así como Álvaro Uribe Vélez.
Juan Manuel Santos, con el cambio de gobierno en abierto desafío a la legalidad constitucional, ha ingresado con méritos propios a esa galería del antiliberalismo y de la destrucción del orden constitucional y democrático. Y con esta decisión Colombia renueva su tradición de respeto simulado del orden jurídico, pero que promueve el fraude, la violencia y el autoritarismo.